Una turista perdida en Doha: en busca de entender la polémica y extravagante capital del Mundial
DOHA, Catar - Antes de embarcar hacia Doha, la capital de Catar, revisé por última vez las recomendaciones que se hacían en la web sobre los estrictos códigos del vestido para las mujeres turistas. Recomendaban no llevar vestidos cortos, no mostrar escote, ni hombros y, en lo posible, llevar prendas holgadas. Ya había visitado dos países mayoritariamente musulmanes, Turquía y Marruecos y, sin embargo, en ninguno de los dos se había hecho tanto énfasis en el cuidado del vestir. Las recomendaciones me parecían, en cualquier caso, muy incompatibles con los trajes deportivos, cortos y fiesteros que suele llevar la hinchada durante un Mundial de fútbol.
Después de una escala en Estambul, en donde perdí el único vuelo que salía a Doha —porque me pidieron una prueba de PCR que no me habían pedido en Barcelona, desde donde embarqué, y que es obligatoria para entrar al país—, llegué un día después de lo esperado al Aeropuerto Internacional Hamad, el nuevo aeropuerto de la capital catarí. La construcción, que se inauguró en 2014, espera recibir cerca de 1.5 millones de personas por la fiebre futbolera, casi la mitad de la población que vive en el pequeño país de tan solo 2.9 millones de habitantes.
Una vez abajo del avión, una imagen capturó mi atención: En los cubículos de inmigración, todos los agentes eran mujeres. No me lo esperaba. Había siempre tenido la idea de que los países del Golfo Pérsico eran muy restrictivos con el hecho de que las mujeres trabajaran o se encargaran de asuntos públicos. Pero ahí estaban, uniformadas, todas vestidas con sus hijab negros, cubriendo su pelo, pero con la cara destapada. Sus pieles impolutas, sus cejas bien delineadas, y sus ojos expresivos matizados con sombras de colores dejaban ver un buen y abundante uso del maquillaje. Era evidente que ese vestigio de piel que quedaba a la vista de los turistas que pedíamos permiso para entrar, era un lugar privilegiado para ellas expresar toda su identidad.
“Con los ojos puestos sobre Catar y de manos de lo que se ha denominado la ‘diplomacia deportiva’, no sorprende que se activen este tipo de mecanismos. Catar es un país que tiene una identidad religiosa de corte rigorista y literalista del Islam, al igual que Arabia Saudita. Pero a pesar de que estos dos países tienen el mismo rigor, el estado de Catar cambia porque ha intentado combinar el tradicionalismo con la modernidad y la activación de estos mecanismos de diplomacia durante el mundial hace que haya estrategias de marketing para hacer que el país brille más por la modernidad, que por la tradición", me explica el doctor Moisés Garduño, profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, experto en temas de Medio Oriente.
"A eso obedece que usted se haya topado mujeres no solo en inmigración, sino en los medios de comunicación. Sin embargo, eso no significa que todas las mujeres tengan la misma posibilidad de la libre expresión, de prensa o de canales de participación política”, agrega.
Salir del aeropuerto es sentir un fogonazo que parece dejarte sin aire. El ambiente a las ocho de la mañana se siente como si se hubiera abierto un horno a toda potencia. El sol está radiante, ha salido desde las cinco de la mañana.
Los taxis del aeropuerto que llevan a los turistas a la zona en donde están la mayoría de los hoteles, en la Diplomatic Area, suelen costar entre 50 y 60 rial cataríes, unos 15 o 20 dólares. Las matemáticas no son sencillas, se acaba el viaje y sigues sin entender cuánto estás gastando en rials. Los carros bien equipados están conducidos por inmigrantes de Nepal, Bangladesh, Pakistán y Palestina. “Hay siete inmigrantes, por cada catarí”, me dice el taxista, que habla muy bien inglés y que parece muy preparado para recibir lo que llega de la mano del mundial, que sabemos, no son solo turistas.
Nada es como antes, todo ha cambiado, se ha tirado y hecho nuevo o se ha construido en la última década. Tras el anuncio de la FIFA, el 2 de diciembre de 2010, este parece ser un país que ha existo en función de que los ojos del mundo, por fin, lo vean.
Una nueva realidad, en seis décadas
Cuando recorres Doha, sin embargo, no es fácil describir el paisaje del que se es testigo. Las aceras perfectamente adoquinadas, soleadas, desprovistas de árboles que acompañan grandes avenidas de cinco carriles, hacen pensar en ciudades clínicas como Miami, en donde uno siempre se pregunta ¿en dónde está la gente? Sin embargo, las construcciones ojivales, las celosías, la presencia abundante de minaretes desde donde salen los cánticos sagrados de las mezquitas, te hacen saber de inmediato que estás en un país árabe. El contraste se acentúa cuando pasas por el West Bay y eres testigo del imponente skyline con edificios que más bien emparentan a Doha con Nueva York o Singapur y luego, está el gran telón de fondo: el desierto que, con su inclemencia, es el recordatorio de que todo lo que estás viendo se hizo domando kilómetros y kilómetros de arena hirviente.
En una visita imperdible al Museo Nacional de Catar, un complejo monumental, que parece salido de uno de los universos de Moebius, diseñado por el arquitecto ganador del premio Pritzker Jean Nouvel, aprendes de forma rápida que todo Catar es un país diferente desde hace tan solo seis décadas. La forma de vida de los hombres y las mujeres nómadas del desierto, que vivían de sus tejidos y sus camellos, cambió radicalmente una vez el emir Hamad bin Khalifa Al Thani vio las potencias que traían para el país, el gas y el petróleo. Bajo su reinado creó algo que bautizó como 'Un plan maestro', con el que este país pequeño, siempre menguado por grandes y poderosos vecinos como Arabia Saudita, terminó convirtiéndose en uno de los más ricos del mundo con ingresos de $128,647 dólares per cápita.
En la ciudad moderna, habitada por rascacielos que son prueba de ese crecimiento exponencial, los únicos que se pueden vislumbrar en la calle, por fuera de la protección casi vital que otorgan los aires acondicionados de los carros, son constructores, todos inmigrantes de piel bronceada, que están haciendo los últimos trabajos para que todo esté listo. Riegan praderas peluqueadas y verdes que quién sabe cuánta agua le cuestan a la humanidad —porque la península no cuenta con ríos, lagos o cuerpo de agua permanentes—, o perfilan adoquines para sostener los balones con las banderas de los países que juegan la Copa Mundo y que se han dispuesto sobre la gran avenida Al Corniche.
Todavía faltan trabajos por hacer. Las calles están con sellamientos y grúas y no es difícil ver que el clima extremo, la premura del tiempo y la ambición de las obras monumentales que no se sabe qué utilidad tendrán después de la fiesta futbolera, han creado una combinación catastrófica para enlutar esta edición del Mundial con al menos 6,500 trabajadores muertos durante los preparativos.
Según Human Rights Watch, a pesar de las recientes reformas laborales y la presión internacional, elementos abusivos del sistema de contratación conocido como kafala persisten en el país: “El estatus legal de un trabajador migrante en Qatar permanece vinculado a un empleador específico. "Fugarse" o dejar a un empleador sin permiso, sigue siendo un delito. Los trabajadores, especialmente los mal pagados y los trabajadores domésticos, a menudo, dependen de su empleador no solo para el trabajo, sino también para la vivienda y la alimentación".
“Es verdad que hay una fuerte crítica contra Catar sobre los miles de trabajadores que fallecieron por este sistema de explotación, pero pensemos ¿cómo nacieron ciudades como Nueva York o Londres? de hecho, el sistema kafala es una herencia del colonialismo británico en los países del Golfo. No se trata de normalizar estas tragedias, pero las críticas no pueden olvidar estos pasados que comparten muchos países. Pareciera que hubiera una tendencia a ver todo lo que pasa en Medio Oriente con un matiz de islamofobia. Se han violado derechos en Catar, sí, sin duda, pero no ha sido el único. ¿Qué hicieron los deportistas daneses en los juegos de invierno en China para mostrar sus desacuerdos con sus políticas discriminatorias contra la población LGBTQ+ que son casi iguales que las de Qatar? Nada, hay sin duda una crítica selectiva”, analiza por su parte el doctor Garduño, de la UNAM.
En busca de la antigua Doha
En el centro de la ciudad, está el Souq Waqif, un mercado emblemático que a simple vista parece encarnar los rasgos más tradicionales de esa ciudad que hace tan solo unas décadas era de hombres del desierto y cultivadores de perlas. No tardas en descubrir, sin embargo, y a pesar de su belleza, que es una réplica del original que se quemó en 2003 y que reconstruyeron con el mismo tono añejo. Esa es una sensación que empieza a ser familiar en Doha, todo parece un decorado, un set de parque de diversión que se ha construido para lucir perfecto ante los ojos de los turistas.
Distante de los bullicios y la algarabía de otros zocos árabes, aquí, al menos durante el día, todo transcurre en calma. Hay poca gente, unos cuantos turistas atrevidos que han olvidado, como yo, que la vida en esta tierra se hace cuando el sol cae. El mercado está limpio, pulcro, y no tardo en descubrir que se debe a un séquito de hombres (inmigrantes, porsupuesto) con escobas y traperos que van a la caza de cualquier grano de arroz que cae de mi mesa cuando pruebo, para el almuerzo, una delicia de comida yemení.
Lejos de cualquier aprensión con mi vestido y con ser mujer en un mundo que parece ser tan restrictivo, no me siento especialmente vista, y por el contrario, veo en los bares de narguile y té —el licor está prohibido en cualquier recinto que no sea un hotel— grupos de mujeres solas musulmanas y no musulmanas tomando algo o conversando. También veo a turistas mujeres que van desafiando con sus shorts y sus camisetas de tiras, toda regla del vestido. Tampoco nadie parece perder la cabeza por esos atrevimientos.
No hay policía en la calle, los índices de criminalidad son bajísimos porque altísimas son las penas que se pagan por cualquier delito, y los hombres vendedores del mercado, todos ataviados con sus trajes tradicionales hechos de túnicas y turbantes blancos, están todos más concentrados en lograr que entre a comprar a sus puestos que en mis vestidos, así que no es tan fácil darse cuenta quién vigila a quién.
El profesor Garduño, sin embargo, me advierte: “Hay muchas cámaras en la ciudad. El país está controlado casi en totalidad por videovigilancia y uno de los grandes cambios sociales en este Mundial será el uso de tecnología de reconocimiento facial y de drones".
Ante esa vigilada tolerancia con el vestir de las mujeres me pregunto si será la misma permisividad que expresarán con la comunidad LGBTQ+ que visite esta tierra y que desafíe durante el Mundial la penalización de la homosexualidad que se castiga con 7 años de cárcel.
Me pregunto también cuánto de esta tolerancia hacia el turista se debe a los aires mundialistas. Cuánto ha cambiado realmente en los últimos 10 años la Doha tradicional, todavía expresada en las mujeres cataríes que llevan tapada toda su cara, apenas dejando entrever sus ojos, que siempre van con sus maridos, muchas veces acompañadas de otras esposas del mismo señor y aún sin poder contar con la tutela principal de sus hijos.
No sé si podré responder a mis preguntas, porque mi sensación es que, a pesar de estar en Catar, no conoces o interactúas mucho con los qataríes, que apenas llegan a completar 300,000 personas. El trato en los restaurantes, en los hoteles, en los taxis, en el mercado, en las tiendas, en los museos, siempre es con inmigrantes hombres y mujeres que han llegado a la gran ciudad. El trato, hay que decirlo, es cálido, servicial, todos están prestos a ayudarme a conseguir un Uber o a darme las indicaciones para llegar al Villaggio, el centro comercial inspirado en Venecia, o al despampanante Museo de Arte Islámico.
Cuando cae la noche, sobre todo los viernes, el mercado experimenta una verdadera transformación. Hordas de hombres pakistaníes que expresan entre ellos una corporalidad muy cercana, a la que incluso no estamos acostumbrados en Occidente, inundan las calles. Se siente un ambiente festivo, en alguna de las plazas del mercado, hinchas africanos, cantan con tambores los posibles triunfos de sus jugadores. Las mujeres árabes en las aceras aprovechan para pintar con tatuajes de henna los tobillos descalzos de algunas turistas y en los bares de narguile no hay dónde sentarse. Sin duda este será el centro neurálgico de los festejos del Mundial.
En el corazón, el desierto
Después de conocer los distritos lujosos de La Perla, Katara y Msheireb, los museos y el mercado de halcones de caza, el destino obligado es el desierto, a donde se llega en unas camionetas cuatro por cuatro, de llantas infladas.
El desierto colinda con el mar, creando un paisaje difícil de encontrar en otros lugares del mundo. Las dunas blanquecinas, sin embargo, están colonizadas por carros que parecen deslizarse por una inmensa autopista de arena. Los conductores se han entrenado para aplicar el freno y dejar que el carro caiga en picada por vertiginosas pendientes. “Es el lugar de diversión los fines de semana de los cataríes”, me dice el guía que es de Pakistán y que describe a la gente de esta tierra “como muy respetables”.
Después de la aventura divertida, camino por la la playa en donde termina el paseo y una familia compuesta de un abuelo, su hijo y su nieto me invitan a acompañarlos. Me desconcierta su amabilidad. Son una familia completamente catarí, me ofrecen sentarme en un suntuoso banco tejido, puesto sobre un tapiz persa y me dan a probar un café catarí, una mezcla de especies con granos verdes de café que me resulta exquisito. Me hablan de Mesi y del Barcelona, y me preguntan en qué trabajo. Cuando saben que soy periodista, me hablan de Al Jazeera, la gran cadena que ha llevado el nombre de Catar a otras latitudes. Después de unos mordiscos a un delicioso dátil, me despido no sin antes pedirles una foto. Muy dispuestos, se ponen a posar a mi lado.
Quizás Catar cambió con el Mundial para siempre. Quizás solo cambió hacia afuera, para darle un trato más cordial a las mujeres que lo visitan. No lo puedo saber aún, solo el tiempo, y el final del Mundial dejarán ver en qué se ha convertido este poderoso y polémico país del desierto.
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