Un presidente con más poder que Obama pero con un partido que desconfía de él

El primer debate de las primarias republicanas se celebró en Cleveland el 6 de agosto de 2015. Sobre el escenario estaban 10 de los 17 aspirantes que se habían lanzado a la carrera a la Casa Blanca. Casi al principio el moderador les preguntó si se comprometían a pedir el voto al final de las primarias para el candidato ganador. Quien no se comprometiera debía levantar la mano. Sólo levantó la mano Donald Trump.
El empresario neoyorquino se encogió de hombros y dijo con sorna: “Si soy el elegido, prometo no presentarme como independiente. Pero ahora mismo tengo mucho poder. Queremos ganar y yo quiero ganar como republicano. Pero por ahora es algo que no puedo prometer”.
Entonces la impresión general era que el millonario se desinflaría como se habían desinflado cuatro años antes aspirantes excéntricos como Michele Bachmann o Herman Cain. La gran preocupación de los republicanos era que Trump emprendiera una carrera por libre que pudiera propiciar el retorno de los Clinton. Pocos creían que el millonario fuera una amenaza real.
Quince meses después, el magnate ha devuelto al partido a la Casa Blanca contra todo pronóstico y ha batido a una candidata vulnerable pero con mucha más experiencia que él. Los republicanos advirtieron hace cuatro años en su informe después de la derrota que debían suavizar su discurso para atraer a los jóvenes, a las mujeres y a las minorías. Trump demostró este martes que era posible ganar apelando al voto blanco más tradicional.
El resultado suscita una pregunta importante: ¿Qué ocurrirá con los republicanos después del triunfo de Trump? La respuesta depende en primer lugar de la actitud del magnate y del empeño que ponga en moldear el programa de su partido. ¿Será un presidente proactivo o se pondrá en manos del Capitolio para gobernar?
Un presidente sin ataduras
El partido del presidente electo tendrá la mayoría en las dos cámaras del Capitolio. Ese extremo no ocurría desde 2008, cuando los demócratas recobraron el control del Senado y conservaron el de la Cámara de Representantes.
Ese poder apenas duró dos años pero propició la reforma sanitaria de Obama, el rescate de la industria del automóvil y el plan de estímulos fiscales que salvó a Estados Unidos de los peores efectos de la recesión. La muerte del senador Ted Kennedy y el triunfo de Scott Brown en Massachusetts propiciaron que los republicanos tuvieran una minoría suficiente para bloquear cualquier proyecto de ley.
Desde enero de 2010 Obama dejó de tener un poder omnímodo en el Capitolio. En noviembre de ese año los demócratas perdieron la mayoría en la Cámara de Representantes y en 2014 perdieron el Senado también.
El poder de los republicanos en el Capitolio ha acentuado el bloqueo legislativo en Washington y la desconfianza que suscita el Gobierno federal. La tasa del paro está por debajo del 5% y la pobreza se redujo en 2015 más que en cualquier otro año desde hace tres décadas. Pero la popularidad del Congreso ronda el 20% y la Gran Recesión ha acentuado la desigualdad.
Ese bloqueo podría acabar en enero del año que viene después de la toma de posesión de Trump. Pero el presidente electo deberá reconstruir primero su relación con un sector importante de los republicanos que hizo todo lo posible por evitar su elección.
Un partido con muchas familias
Durante décadas, los republicanos han sido una coalición inestable de grupos con intereses bien distintos. Los halcones defendían un Ejército fuerte y con presencia en el mundo. La derecha religiosa se oponía al aborto y al matrimonio entre personas del mismo sexo. Los libertarios querían desmantelar las ayudas del Estado. Las elites más ilustradas querían reducir la regulación, aprobar más acuerdos comerciales y resolver con una reforma el problema de la inmigración ilegal.
Eran grupos con objetivos distintos y a veces contradictorios que se mantenían unidos por el rechazo que suscitaba la agenda progresista de los demócratas. Pero muchos de los votantes de esa coalición se fueron alejando de la doctrina de las elites y se entregaron al mensaje corrosivo de Trump.
Líderes como Marco Rubio o Paul Ryan advirtieron en 2013 que el partido debía pensar más en los problemas de las personas con pocos ingresos. Pero sus agendas, sus declaraciones y sus prioridades legislativas apuntaron en una dirección mucho más ideológica: los asuntos morales, la reducción de los impuestos o el rechazo a Obamacare.
A los votantes de lugares como Michigan o Pennsylvania les preocupaba más el deterioro de sus ciudades, la sangría de empleos por los acuerdos comerciales o los problemas de sus hijos para encontrar trabajo al salir de la universidad.
Trump supo ver el potencial de esos votantes olvidados y se dio cuenta de que muchas de las premisas ideológicas de los republicanos eran irrelevantes para las bases del partido. Sus votantes no querían reducir programas como Medicare o las pensiones públicas. Querían el retorno a un pasado próspero con más fábricas, mejores empleos y menos problemas de seguridad.
Un triunfo equívoco
La victoria de Trump puede transformar los contornos ideológicos de los republicanos pero sus propuestas están llenas de incógnitas que poco a poco tendrá que despejar.
Organizaciones independientes como la Tax Foundation advirtieron durante la campaña que aplicar el plan económico del presidente electo abriría un agujero fiscal de 10 billones de dólares en los próximos 10 años.
Trump se ha comprometido a reforzar el gasto militar, reducir los impuestos e impulsar el gasto en infraestructuras durante su mandato. Hasta ahora no ha explicado cómo se las arreglará para que sus planes no disparen el déficit y muchos congresistas republicanos no querrán aprobar un plan que aumente la deuda nacional.
Un giro al centro o a la derecha
¿Moderará el ejercicio del poder a los republicanos? A la luz de las cifras, no parece probable. Entre 1995 y 2015 el porcentaje de votantes del partido que se definen como “muy conservadores” se disparó del 19% al 33%. Las cifras pertenecen a un sondeo publicado por el Wall Street Journal en enero del año pasado pero reflejan una realidad que han captado otras encuestas. Los republicanos se han radicalizado a medida que envejecían sus votantes. En 1987 según Gallup sólo un 39% de los republicanos tenía más de 50 años. En 2014 los mayores de 50 años eran más de la mitad.
Muchos republicanos esperan que el triunfo de Trump les ayude a asegurar una mayoría conservadora en el Supremo: está vacante la plaza del fallecido juez Scalia y otros tres magistrados tienen más de 78 años. Su mandato es vitalicio: pueden seguir en el cargo mientras estén vivos o no se quieran retirar.
El otro asunto que ha empujado a votar por Trump a los republicanos más reticentes es la posibilidad de derogar la reforma sanitaria de Obama, conocida popularmente como Obamacare. “La reforma se está resquebrajando”, me dice Mike Warren, responsable digital de la influyente revista conservadora Weekly Standard. “Los precios de los seguros se han disparado y cada vez más gente tiene problemas. Uno pensaría que es un asunto amortizado porque los republicanos llevan seis años hablando de eso. Pero hasta ahora no han propuesto alternativas que funcionen. Ésta es una buena oportunidad para demostrar que no son el partido del ‘no’”.
El bloqueo alimenta la polarización
La complejidad del sistema de Gobierno de Estados Unidos amortiguó el declive de los republicanos durante los últimos ocho años. Los triunfos de Barack Obama quedaron mitigados por las victorias de sus rivales en las elecciones de mitad de mandato de 2010 y 2014, por el enorme peso de los estados rurales en el Senado y por la manipulación de los distritos electorales en beneficio de los republicanos: Obama ganó cinco millones de votos más que Romney en 2012 pero ganó 17 distritos menos que su rival.
Esas ventajas han ayudado a sostener al partido durante los últimos años y ahora le ofrecen la posibilidad de aplicar estas recetas que Paul Ryan presentó durante la campaña electoral. ¿Asumirá Trump ese programa que se contradice con algunas de sus propuestas? ¿Se dejará llevar por los republicanos del Capitolio o intentará por ejemplo arrastrarles a aprobar un aumento del gasto público para contentar a sus seguidores en el Medio Oeste industrial?
Las derrotas electorales suelen suscitar una reflexión profunda en el seno de los partidos. El triunfo de Bush sobre Dukakis en 1988 convenció a los demócratas de que debían apostar por un sureño centrista como Bill Clinton en 1992. La derrota de un moderado sin carisma como Gerald Ford en 1976 empujó a los republicanos a dar una oportunidad a Ronald Reagan cuatro años después.
¿Qué camino tomarán los demócratas después de la derrota? Por ahora el partido no tiene figuras de peso capaces de liderar esta travesía del desierto y es difícil vislumbrar su futuro durante este mandato de Trump. La transformación demográfica del país les favorece a medio plazo pero el resultado es una advertencia para el futuro: ni candidato ni las políticas son irrelevantes. Trump explotó los defectos de su adversaria y el resentimiento de un grupo demográfico que se sintió olvidado por un partido entregado a las elites urbanas y una coalición muy distinta de la que eligió a Franklin D. Roosevelt y a JFK.
¿Una traición a las bases?
En 1960 la activista republicana Phyllis Schlafly publicó A Choice not an Echo. El libro detallaba cómo los líderes republicanos habían traicionado a sus bases apartando de la candidatura republicana varias veces al senador conservador Robert Taft.
El libro vendió cientos de miles de ejemplares y extendió la desconfianza entre los activistas republicanos, que cuatro años después impulsaron la candidatura del ultra Barry Goldwater, que perdió por goleada contra el presidente Johnson en 1964 y propició la extensión del Estado del Bienestar.
El impacto de aquella derrota lo refleja este párrafo que escribió el legendario reportero Theodore White unos meses después: “Alguien dijo que un partido político en EEUU es un organismo geológico similar a uno de esos gusanos a los que partes en dos mitades y cada una puede revivir. En 1964 los republicanos se habían partido en dos. Pero en los meses que siguieron nadie podía decir si las dos mitades podían volver a unirse o si quedaba suficiente vitalidad en una o en otra para encontrar una dirección común”.
Esa dirección común fue emergiendo a finales de los años 60. Poco a poco los republicanos dejaron de ser el partido de las elites y desaparecieron de las metrópolis de la costa Este. El avance en esos lugares de los demócratas progresistas los convirtió en un partido cuya fuerza descansaba en el Oeste libertario y en los evangélicos de los estados del Sur.
Es esa coalición la que se ha ido resquebrajando en las últimas décadas por distintos factores. Los afroamericanos del Sur votan más que hace cuatro décadas y los hispanos están transformando lugares como Colorado, Nevada o Arizona en estados en disputa durante la carrera presidencial. Es una tendencia irreversible y su impacto sólo se ha acentuado durante esta campaña tan especial.
Trump ha contrarrestado esa tendencia encontrando una vía alternativa a la victoria: empujando a votar a personas sin estudios pero no necesariamente pobres en los estados industriales que votaron demócrata en las últimas tres décadas y que perciben al empresario como un agente de cambio real.
Es un país cada vez más segregado de las elites ilustradas de las metrópolis. “Los responsables del bloqueo de los últimos años no son los políticos sino los ciudadanos”, recuerda Warren. “Todos vivimos en entornos cada vez homogéneos y desconectados de los puntos de vista del partido rival”.
¿Con o sin Paul Ryan?
Una de las ironías del triunfo de Trump es que su capacidad para sacar adelante sus propuestas depende de la supervivencia de Paul Ryan como speaker de la Cámara de Representantes. Algunas voces en el llamado Freedom Caucus, que agrupa a los republicanos más radicales, han advertido que intentaran derrocar a Ryan para colocar en su sitio a un candidato aún más conservador.
Expertos como Norman Ornstein han llegado a especular con la posibilidad de una alianza entre demócratas y republicanos moderados para elegir un speaker centrista pero es una hipótesis poco probable por el avance de la polarización.
La supervivencia de Ryan no es el único factor que influirá en el futuro inmediato de los republicanos. El Capitolio está lleno de legisladores ambiciosos que planeaban carreras presidenciales en 2020 y que se han visto frenados por el triunfo de Trump. Ted Cruz o Marco Rubio son los más evidentes. Pero senadores como Tom Cotton, Joni Ernst o Tim Scott deben evaluar ahora su futuro.
El presidente electo tendrá 74 años en 2020 y por ahora no ha aclarado si se presentará a la reelección. El último presidente que renunció a hacerlo fue Lyndon Johnson en 1968. El último que sufrió un desafío serio durante unas primarias fue Jimmy Carter, que estuvo a punto de perder contra Ted Kennedy en 1980 y que fue derrotado por Reagan unos meses después.